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Alex de la Iglesia, la única, verdadera y majestuosa ‘Bestia’

Alex de la Iglesia, foto de Antón Goiri, para XL Semanal

Esta es una historia que rescatar del baúl del olvido. A mediados de 2002, cuando vivía en la capital española y cursaba el doctorado en Historia del Cine en la Universidad Autónoma de Madrid, mis amigos de la revista Gatopardo me contactaron para que hiciera un perfil del director Alex de la Iglesia, poco antes de estrenar su filme 800 balas. Tuve la fortuna de entrevistarlo en su productora, Pánico Films, durante casi un hora. Este es el texto que salió publicado en la edición número 31 de esa publicación, que circuló en diciembre de 2002 (la tapa fue Liv Tyler). El artículo está acompañado por algunos extractos de sus filmes, algunos los edité yo mismo (fueron publicados en mi anterior site, que ya no existe) y otros los tomé prestados de YouTube. Aquí les va.

Por Francisco J. Escobar S / Madrid (España)
Una escena de 'El día de la Bestia'
Una escena de ‘El día de la Bestia’, el filme que le daría visibilidad a Alex de la Iglesia.

A finales de 1996, meses después de consolidarse como uno de los directores con mayor éxito comercial en España, suscitar las venias de los críticos, despertar el fervor enfermizo de una parte del público, y haber recibido cuatro premios Goya −los más importantes del cine en la Madre Patria− por su segunda película, El día de la bestia (1995), Alex de la Iglesia volaba rumbo a Las Vegas donde debía terminar la filmación de su proyecto más osado: Perdita Durango. Mientras el avión despegaba del aeropuerto Internacional Benito Juárez del Distrito Federal mexicano, donde se había realizado la primera parte de la cinta, el director miraba por la ventanilla y veía el paisaje borroso. El exceso de tequila de la noche anterior aun navegaba por sus venas produciéndole un dulce estado de atontamiento. ¡La fiesta de despedida en el Salón México había sido monumental! Sí, tenía los recuerdos muy vivos. ¿Por qué debían parar la parranda? ¿Por qué no seguirla en pleno vuelo? ¿Qué se puede hacer en un avión? Un miembro de su equipo de rodaje le dio una idea que le pareció muy sensata: “pos secuestrarlo”.

Respiró hondo. Sabía que necesitaba nervios de acero. A sus 31 años, De la Iglesia se preparaba para su primer, y hasta el momento único intento de rapto aéreo (por lo menos el único que ha hecho público). El plan a seguir era simple. Ágilmente le quitaron el micrófono a la azafata, acto seguido: “el típico discurso; ‘señoras y señores, no pasa nada. Esto es un secuestro. Si hacen lo que se les dice’, etcétera. Una broma inocente compañero”, afirmaría en el libro La bestia anda suelta, de Marcos Ordóñez, publicado en 1997. Pero la tripulación se creyó la historia. “Saltaba a la vista que sólo éramos un equipo de cine borracho hasta las cejas, pero nos dimos cuenta de que no lo tenían tan claro cuando el avión comenzó a bajar: querían hacer un aterrizaje de emergencia en Phoenix y entregarnos a la pasma [la policía]. Logramos convencerles de que todo era una broma y el avión volvió a enfilar hacia Las Vegas”. Cuando por fin aterrizaron y el realizador y sus secuaces desaparecieron de vista, el capitán de la nave dio gracias al cielo por haber sobrevivido, estaba seguro de que ese señor no era sólo un ebrio más sino la mismísima encarnación del demonio, “oh, my God!”.

Lo que el piloto no sabía era que justamente el mismísimo Lucífer estaba del lado del director que había intentado secuestrar el aeroplano. Él, el maligno en persona había tenido un papel protagónico en su renombrada segunda obra. De tal manera que Lucifer y Alex eran viejos conocidos. No eran tan amigos tiempo atrás, cuando apenas era un chavalillo que salía del cole, con su ridículo traje de tirolés, y dejaba los cuadernos a un lado para concentrarse en un asunto más trascendental: ver la televisión. Pero se conocerían más adelante.

El pequeño engendro no se perdía una serie albanesa muy famosa en esa época (principios de los setenta): Los Chiripitiflauticos, “un programa parecido a El chavo del 8, para que me entiendas”, dice hoy con tono de profesor, “se enfrentaban contra los hermanos Malasombra, quienes decían: ‘somos malos malasombra, somos malos de verdad, somos como una espina que no para de pinchar y más malos que la quina’”, recita de memoria. “Yo no sabía que era la quina, nunca lo supe, pero me la pasaba bien. La televisión fue un centro inagotable de visiones absurdas, somos una generación que se ha nutrido increíblemente de esas imágenes”.

Alex de la Iglesia-Las Brujas

Alejandro de la Iglesia Mendoza, nacido en Bilbao en 1965, devoraba con voraz apetito la programación diaria. Y, como la mayoría de sus contemporáneos españoles, descubrió el cine a través de esa pantalla cuadrada. Lentamente fue diferenciando los filmes de Hitchcock, Welles, Ford o Hawks. Así, en desorden, cuando a la TVE le daba la gana de presentarlos. Su niñez transcurría en una casa pequeña en la que vivían “apechugados” su madre (pintora), su papá (doctor en derecho y profesor de sociología) y sus cuatro hermanos. Matilde y Ángel, sus padres no tenían habitación propia, dormían en medio del salón donde se reunía la familia. “Mi infancia fue terriblemente feliz. Me la pasaba refugiado en casa, no sé, quizás afuera no se respiraba un ambiente tan alegre”. De hecho, afuera había mucha tensión. La intranquilidad en el País Vasco era evidente.

Sin embargo en esos días no le preocupaba que el dictador, del que todos hablaban, estuviera agonizando; a los asuntos políticos no les prestaba atención, estaba demasiado concentrado en los libros de dinosaurios que le regalaba su padre como para pensar en semejantes gilipolleces. “Quería ser paleontólogo”. Y continuaba su descubrimiento del mundo revisando con sorpresa la Enciclopedia Estudiantil, en la que encontraba imágenes insólitas e intrigantes como Alejandro Magno sobre su caballo. Luego la cerraba y se dedicaba a leer historietas como Mortadelo y Filemón. Una de las tristezas más grandes de su vida se la produjo el atroz descubrimiento del asesinato de Gwen Stacey, la novia del Hombre Araña, a manos del Duendecillo Verde (“cabrón”), en el número 63 de Spiderman. Revisaba con cuidado cada viñeta esperando la resurrección de la rubia, pero se quedó muerta para siempre dentro de esas páginas gastadas. Lloró durante varios días. El mundo era tan injusto, tan lleno de hijos de puta, de duendecillos verdes.

A los doce años tuvo que enfrentar otra muerte, la más dolorosa de todas, la de su padre, su ídolo, su contacto con el exterior. “A partir de ahí he perdido totalmente la confianza en el mundo, me encuentro aterrorizado ante todo, todo me da miedo, todo me resulta complicado y confuso, realmente no entiendo nada. Y antes sí, cuando era pequeño sí tenía confianza en las cosas”. Desconfiado continuó su formación académica en la Universidad de Deusto, donde estudió filosofía durante cinco años. En medio del ambiente de los jesuitas dibujaba sus propios comics y se interesaba definitivamente por el universo audiovisual. Su primer cortometraje, Mirindas asesinas (1991), recibió un premio que lo salvó de ir a la cárcel. El mismo día en que lo iban a poner tras las rejas por impago de las deudas contraídas con varias personas que habían colaborado en la realización de su obra, le avisaron que su corto había sido premiado con cinco millones de pesetas. Vaya casualidad, de esa forma pudo cancelar sus facturas atrasadas. El cine no era tan injusto después de todo.

En 1992, antes de aliarse con el demonio y dedicarse a secuestrar aviones, Alex recibió la llamada de Dios. De Pedro Almodóvar, para que nos entendamos; el director manchego era en esa época la Divina Providencia del séptimo arte en España. Él estaba muy interesado en darle vida a un guión que habían escrito De la Iglesia y su eterno compañero de fórmula, Jorge Guerricaechevarría (con quien ha elaborado todas sus historias hasta hoy). Los dos jóvenes asustados se dirigieron a Madrid, una ciudad desconocida, para atender el llamado del Jefe. Se hospedaron en el Hostal Sil −Calle Fuencarral, 95−, en ese entonces un cubil felino por el que caminaban personajes que parecían salidos de un manicomio. El delirio reinaba en cada habitación. Ahí permanecerían una buena temporada mientras terminaban de pactar el destino de su guión con El Deseo S.A., la productora de Dios. Ellos querían que fuera un cortometraje, Almodóvar pensó en una serie para televisión y días después cambió de parecer, debería ser un largometraje. No se habló más. “Vamos, que si Pedro nos dice que hagamos un documental de ballenas lo hacemos. Me preguntó ¿qué quieres hacer? Le contesté: una película de ciencia ficción”. De ese modo nació Acción mutante (1992), la historia de un grupo de minusválidos y tullidos que en el año 2.012 luchan con todas sus fuerzas en contra de los pijos, los niños bonitos, la maldita cultura light, y el aborrecible sistema imperante que fomenta los cuerpos esbeltos y atléticos.

Sólo un irracional como el autor de Átame (1990) se habría atrevido a financiar semejante disparate. ¿Y qué se podía esperar de un director principiante que a duras penas conocía –y mal− el funcionamiento de una vieja cámara Mitchel de 16 mm? Una película sorprendente, claro. Pero le costó mucho realizarla. Algunos de los que antes admiraban su trabajo audiovisual guerrillero, de pobres presupuestos y cutres soluciones, ahora lo veían como el “chico Almodóvar”, un vendido. “De la noche a la mañana pasas de ‘este chavalote que bien se lo ha hecho’ a ‘pero este hijoputa de qué va’”, contaba De la Iglesia con sorpresa. Su filme, para el que había contado con un presupuesto de 350 millones de pesetas, y que tuvo a los especialistas de Delicatessen (1991) encargados de los efectos mecánicos, se estrenó con fortuna el 3 de diciembre de 1993. Las reseñas fueron favorables en su mayoría, el crítico Daniel Monzón, señalaba que “ha resultado que la ópera prima de Alex de la Iglesia es una de las más deslumbrantes que ha conocido nunca el cine español”. Bueno, hombre, no era para tanto, pero sin duda era un filme valiente. El mismo director reconoce sus fallos, “siento que la película está muy mal hecha, hay muchísimas cosas que me gustaría volver a hacer y corregir”, dice nostálgico, “sobre todo la banda sonora”.

Poco tiempo después se le apareció el diablo. Había llegado el momento de realizar El día de la bestia (1995), la película que disparó su nombre en todas direcciones a través del globo terráqueo. Su argumento, basado en las peripecias de un cura orate en busca de una señal que le permita detener el nacimiento del Anticristo, causaba espanto en las casas productoras de Madrid. En algunas de ellas le daban consejos: “chico, mejor dedícate a otra cosa”. Ni siquiera El Deseo S.A. se mostraba interesado en el tema. Como era de esperarse en estos casos, el asunto empeoraba: el gobierno le había rechazado dos veces una subvención, “por lo visto les pareció una mierda infilmable”. Alex se cansaba de tantas negativas, “estuve a punto de convertirme en un ser sin escrúpulos, plantar el cine y dedicarme para siempre a la televisión”, decía en el libro de Ordóñez. Hasta que el productor Andrés Vicente Gómez decidió asumir el reto.

El rodaje comenzaba con tropiezos, el 2 de enero de 1995, por obra y gracia de un policía municipal que le explicaba al equipo de filmación que aunque tuvieran todos los permisos para grabar, les faltaba el más importante, el de él, y les explico muy decente que “hasta que a mí no me salga de los cojones ustedes no ruedan ni un plano”. Cuando por fin se dio la voz de “acción”, comenzaron los sucesos extraños. Al filmar una de las secuencias iniciales de la peli, en la que una inmensa cruz cae de repente y aplasta a un sacerdote, por poco muere el especialista (el doble) que rodaba la escena. Un error de cálculo provocó que la ancha zona de látex diseñada en la mitad de la cruz, para amortiguar el impacto de la estructura sobre la cabeza del personaje, no cayera en el lugar indicado. De tal forma que el metal lo golpeó en la nuca. Un actor se quemó un ojo, otro se cayó por el hueco de un decorado, los objetos se movían, las polaroids que le tomaban a Santiago Segura (quien encarna al peludo metalero José Mari) salían con extrañas manchas, y como si esto fuera poco, había un señor muy raro que espantaba a las chicas del rodaje porque se tocaba el pito de una forma sospechosa en los rincones oscuros del set. De la Iglesia tuvo que explicarles que se trataba de Pololo, el tío de Segura, quien saldría en el filme con sus encantos al aire; por eso se tocaba ahí, para lograr un tamaño decente a la hora de rodar, una simple cuestión de honor viril, nada que temer. Capítulo aparte fueron las escenas con la cabra, como no se quedaba quieta tuvieron que clavarla al piso, pero histérica se movía y arrancaba los tablones del parqué. A pesar de todo el director soportaba los sucesos con buen humor. En uno de los días de rodaje atendía al periodista Jesús Palacios a quien le contaba que “hoy no hay nada especial. Bueno vamos a rodar uno de mis sueños: tirar a un mimo por el hueco de una boca de metro”. Para ese entonces ya había grabado la mítica matanza de los reyes magos en pleno centro de Madrid, muy cerca de la puerta del Sol.

El infierno de la filmación había valido la pena, la obra acabada era un éxito y el director vivía un momento de suprema gloria. Con su segunda película De la Iglesia lograba tocar el cielo. Todas las críticas y los comentarios eran elogiosos. Ya no era recordado como el “chico Almodóvar”, ahora era ‘La bestia’, una de las firmes promesas del cine español; la fama lo abofeteaba sorpresivamente. Su obra estuvo nominada a catorce premios Goya, finalmente obtuvo cuatro. Alex fue galardonado como el mejor director. Entonces le ofrecieron llevar al cine la obra de Barry Gifford, Perdita Durango. La propuesta le resultó tentadora, se trataba del mismo escritor de La historia de Sailor y Lula, el libro que había inspirado a David Lynch para realizar Corazón salvaje (1990), que había obtenido la Palma de Oro en Cannes.

Sabía que su buen momento se lo debía al diablo, a Él, maestro de lo oculto y personaje vital de su anterior filme. En eso pensaba cuando a finales de 1996, después de un intento de secuestro aéreo humorístico, lograba aterrizar en Las Vegas y se sentía observado por el piloto del avión, quien lo miraba como si fuera la chica de El exorcista.

Una vez instalado en Las Vegas De la Iglesia cumplió en lógico orden con los deberes adquiridos. Primero se casó con su novia vestido de Elvis −ella iba de charra mexicana−, le juró amor eterno al son de Sex machine que reemplazó a la marcha nupcial porque el órgano estaba averiado, se emborrachó otra vez, armó la juerga en una habitación de hotel, lo sacó la policía en estado de resaca delirante y poco después echó a rodar. Desde los primeros planos hechos en México sabía que se estaba jugando el pellejo. Era una película arriesgada, su concreción era difícil, esta vez contaba con un presupuesto muy elevado para una producción española, cercano a los diez millones de dólares (1.100 millones de pesetas), una cifra astronómica en ese momento. Tenía un gran peso sobre sus hombros. Sin embargo las escenas que le preocupaban más, las de pasión desenfrenada entre la actriz Rosie Pérez y el protagonista, Javier Bardem, se grabaron sin mayores contratiempos. Se quitó un peso de encima, descansó, porque para él las escenas de cama, de contacto puro y duro, requieren una atención especial, “si hay algo que odio en el mundo es una escena de sexo mal rodada. Esas secuencias en que el chico no mueve el culo”.

Después de largos meses de espera, trece semanas de rodaje y un arduo proceso de montaje, Perdita Durango se estrenó el 31 de octubre de 1997 provocando un concierto de opiniones divididas. En el diario El País se elogiaba su osadía, pero al mismo tiempo se le reprendía: “Lo cierto es que Perdita Durango presenta desgarraduras, ciertas imperfecciones por encima de las cuales es imposible pasar de largo”. Otros, simplemente, la aclamaban a rabiar. Sin embargo las críticas no eran tan preocupantes como la respuesta del público. Su tercer película no alcanzaba el éxito taquillero de la anterior. En abril de 1998, sólo lograba recaudar 414 millones de pesetas, una suma poco favorable si se tiene en cuenta lo que había costado producirla. Una mala jugada, si se recordaban los 1.400 millones que recolectó El día de la bestia. Para terminar la rancia faena, el filme tendría una pobrísima distribución, de hecho en Latinoamérica, uno de los mercados naturales del cine español, sólo se exhibió en Argentina. Eso, eso era lo que quedaba después de toda la aventura por América, de un intento de secuestro aéreo frustrado, de un matrimonio inesperado, de quemar balas en Nevada. Eso. Una sensación de extrañeza. Un saldo chungo. ¿Se sentía desilusionado?

“No”, dice desde su oficina en su productora Pánico Films, en Madrid. Agita las manos como un director de orquesta, las sube rápidamente, se hamacan en el aire por unos instantes y bajan y se estrellan delicadamente con la superficie de su escritorio provocando un sutil toc. “Estoy muy orgulloso de esa película”, toc, “ahora la veo mejor. Perdita es, probablemente, la que más me guste de las que he hecho porque es la más distinta a mí, a mi forma de ver las cosas, es la que más me costó y con el tiempo estoy notando que mucha gente la valora más. Me gustó muchísimo hacerla, y verla”. En sus ojos se dibuja el brillo de la nostalgia, en sus frases revela la veneración que siente por esa película que suele ignorarse cuando se repasa su filmografía. En ella están presentes los elementos que recorren toda su obra hasta el momento: esa mezcla de humor negro con violencia explícita que inunda la pantalla provocando en el espectador la risa, el llanto y la estupefacción al unísono; así como unos personajes al margen de la ley, que son, en la mayoría de los casos, unos pobres diablos que resuelven sus conflictos utilizando una brutalidad inesperada porque sólo así encuentran soluciones. Pueden ser tullidos, minusválidos, curas orates, o, como en el caso de sus dos películas siguientes: Muertos de risa (1998) y La comunidad (2000), dos comediantes que provocan carcajadas entre el público pero se odian salvajemente entre sí, o los habitantes de un edificio capaces de cometer atroces asesinatos para conseguir el botín que aguardan con codicia. Esas señas particulares también están presentes en su nuevo trabajo, 800 balas, una evocación del western.

Esta vez De la Iglesia cambia su habitual escenario madrileño por el condado de Texas Hollywood, en Almería (al sur de España). Ahí, en los tiempos en que el director apenas dejaba de mearse en los pantalones, se rodaban filmes como El bueno, el malo y el feo (1966), o, más recientemente, Indiana Jones y la última cruzada (1989). Actores tan conocidos como Sean Connery, Clint Eastwood, Harrison Ford o Raquel Welch han deambulado por sus caminos polvorientos.

Alex congregó a una pandilla de intérpretes muy queridos por él para darle vida a su historia. Entre ellos están Carmen Maura y Sancho Gracia. La primera muy conocida por haber sido una de las musas de Almodóvar, pero redescubierta recientemente gracias a su papel en La comunidad, donde luce más ágil que Lara Croft. El segundo un ídolo de teleseries como Curro Jiménez, actor de películas de acción, doble de Clint Eastwood y parte del reparto de Muertos de risa y La comunidad.

Carmen Maura en una escena del filme 'La comunidad'
Carmen Maura en una escena del filme ‘La comunidad’

“Sin él no habría película”, dice el director convencido. Abre los ojos como un animal feroz pero, en realidad, es un manso espécimen. Poco se parece a la imagen de dictador que le atribuyen cuando está rodando. Pero él mismo lo reconoce, “Soy bastante ciclotímico, no tengo un carácter muy tranquilo, ¿fama de dictador? Es posible porque te estás jugando la vida y los demás no, es así de claro −esta es la primera vez que Alex se desempeña como productor y director de su película al mismo tiempo− Tú tomas las decisiones, no tienes más remedio que hacer que lo entiendan. Es cuestión de aprendizaje, yo creo que con el tiempo dejaré de ser tan terrible, je, je, je”.

Sancho Gracia no lo considera un dictador, en la premiere del filme sólo tuvo tiempo para elogios: “¡el talento que tiene este gordito!”. Y ‘el gordito’ le devolvió una gran sonrisa, y siguió respondiendo las preguntas de los periodistas que indagaban curiosísimos sobre la presencia, tan poco habitual, de un protagonista infantil en su nueva obra. De la Iglesia siempre se ha mostrado contrario a rodar con niños porque, además de considerarlos, “babosillos y ñoños”, suelen “usurpar el lugar del espectador”. Sin embargo, en 800 balas no tenía escapatoria, la historia requería un chaval. Ese es Carlos, un inquieto párvulo que escapa de casa rumbo a Texas Hollywood con el fin de conocer a su abuelo, un viejo especialista de películas del Oeste. El comanda un grupo de diestros acróbatas que divierten a los pocos turistas del lugar con una vivida función de vaqueros. Pero su trabajo peligra porque una gran empresa ha comprado el condado y planea demolerlo. Ante la noticia los pistoleros archivarán las balas de salva, alistarán las reales y tratarán de conservar el pueblo (su mundo de verdad y de mentiras), donde llevan la única vida que consideran posible. Los valientes cowboys, con la ayuda del tenaz chavalillo, luchan por su dignidad. Habrá disparos, explosiones, sangre y un desmadre espectacular, como es habitual en los filmes del director bilbaíno.

Su obra tiene un sello propio, pero De la Iglesia convulsiona cuando los críticos lo llaman cine de autor, “eso es una estupidez”, dice tajante, pero su mirada no apunta a matar. Sus maneras distan mucho de las de sus violentos personajes. Vista de cerca, ‘La bestia’, con su larga barba terminada en punta, como la de un sabio samurai, parece un gran oso de peluche, el negativo de un Papá Noel al que dan ganas de abrazar. Seguro que así lo sentirá Rebeca, su pequeña hija de once meses, que por ahora crece y juega desprevenidamente con las máscaras, los monstruos y las calaveras que invaden la casa de sus padres. “Por lo menos saldrá una niña interesante”, afirma su papá. El, todo un experto en el arte de cambiar pañales, contempla con horror la ruta que está tomando este mundo donde crece el precioso monstrito que dio a luz su mujer. Le preocupan las rabietas de ‘Junior’ y su odio contra Irak, “yo creo que Bush es un retrasado mental, nos va a llevar a todos al mayor de los desastres. Los republicanos siempre han sido particularmente estúpidos, pero lo de Bush es ya un empeño increíble en hacer el idiota. Lo de Irak puede ser bastante peor que lo de Vietnam. Hay un problema gravísimo y unas ganas increíbles de dar rienda suelta a la industria armamentística que no sé si nos interesará a todos, yo por lo menos no tengo una sola acción en ninguna empresa de armas, ¿y tu?”.

‘La Bestia’ aguarda tras la barraca que sus 800 balas logren cautivar al público español, de eso dependerá la futura distribución en Latinoamérica. Espera con ansia la próxima entrega de El señor de los anillos: La dos torres y sigue consolidándose como uno de los imprescindibles directores de cine de habla hispana del último decenio. Mientras continúe rodando irá dejando muertos (de celuloide) a su paso, no importa si son reyes magos, madres de mala leche o niños pijos. Mientras esté vivo seguirá devorando entrecotes, bebiendo vino y tequila hasta la inconciencia, siguiendo las enseñanzas de su ídolo, Alfred Hitchcock −“él y yo sólo nos parecemos en el peso”− quien decía en su último discurso en público: “Hace mucho tiempo que me di cuenta de que el hombre no vive sólo del asesinato. Necesita afecto, aprobación, ánimo y −de vez en cuando− una buena y abundante comida”.

Bonus track

Sobre su cena con Tarantino

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