Vivir hoy, morir mañana

La vida es un segundo, o una décima de segundo, como cantaba Antonio Vega. La vida es hoy, mañana no sabés. Mañana podés estar tirado en la cama de una clínica con las tripas abiertas y desangrándote sin que el cirujano pueda encontrar la causa de la hemorragia. Mañana tus riñones pueden fallar, tu corazón explotar; mañana un camionero borracho y despechado acelera cuando ve la luz roja y te aplasta como a una infeliz cucaracha sobre el pavimento (tus restos sanguinolentos los limpiará Aseo Capital y te meterán en un container con restos de palomas estripadas y perros suicidas). Quizás vivir sea eso, estar, existir, asumiendo el riesgo eterno de morir mañana. Y pensás en la muerte en la que antes no pensabas. Y pensás en ella cuando en las noches, como un murmullo lejano, escuchás la ronca respiración de tu hija en el cuarto al final del hall. Vivir por ella. Vivir por vos. Vivir porque te parieron, te expulsaron a la atmósfera, te limpiaron la sangre y los trozos pegajosos con los que llegaste al mundo. Vivir hoy. Mi padre, a quien vi algunas veces pero nunca conocí, murió de cáncer de estómago. Mi padrastro, a quien quise como a un padre –y quien me regaló la primera cámara que tuve en la vida, una Sony Handycam, Video 8, de la que perdí el viewfinder en las arenas de Egipto–, murió por una afección renal que le causó un paro cardíaco. Mi suegro, a quien no conocí, y quien es una presente ausencia en casa, murió a los 44 años; también el cáncer. Todos se van (nos vamos). Quedan retratos, trozos de video y recuerdos. Clósets con trajes planchados que huelen a alcanfor. Vivís para morir, no hay remedio. Y la muerte, zorra, hija de puta, te sorprende en cualquier calle o en el retrete mientras te salen piedras de las entrañas. Vivir lo que dure. Vivir lo que se pueda vivir. Vivir mientras se pueda vivir. Vivir en ascuas; vivir a secas. Vivir hoy; morir mañana. («eeeeel fiiiiiin», diría Charly).