Cada tarde pasaba lo mismo. Dejaba el morral lleno de cuadernos (solía llevarlos todos cada día, así me ahorraba el problema de organizar la maleta entre semana) y salía a jugar al fútbol con algunos amigos de la unidad residencial donde vivía en Cali (en Bogotá las denominan «conjuntos cerrados»). La dictadura de la administradora de turno nos impedía hacerlo en las zonas verdes (¿por qué? ¡Vieja loca!) y nos expulsaba a patear el balón en el pavimento –mis rodillas de arquero guardan cicatrices en su nombre–.
Pero siempre terminábamos jugando en el prado, a escondidas, ante la atenta vigilancia de una de las vecinas más ancianas del conjunto. ¿Recuerdan a Yoda? Pues igualita era la doña. Igual, en serio. Una tarde, harta del ruido y de algunos vidrios rotos (hey, siempre los reponíamos) salió la dulce criatura con arrugas y nos dijo que termináramos el partido. No la escuchábamos. Repitió lo mismo. No la escuchábamos, ¡jueguen muchachos! Y en un instante echó a correr como una liebre traicionera, empujó al Gordo y se llevó la pelota (les dije, era igual a Yoda). La perdimos para siempre. Nunca olvidamos nuestra tarde de derrota. Ese hecho marcó nuestra infancia y hace poco lo recordé cuando vi este enorme video del TOP de 31 Minutos («No tengo hermanos y mi madre trabaja»). ¿Les pasó algo similar alguna vez? ¿Qué habrá sido de Yoda? ¿Y la pelota? (Post recuperado de mi viejo blog, publicado originalmente el 6 de octubre de 2006).
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