Disertaciones inútiles

Las brevas del 24 de diciembre

El tarro de brevas. Casi siempre era un gigantesco frasco de la Constancia que contenía, quizás, unas once mil brevas en almíbar que yo nunca me comería. No tengo nada en contra de las brevas, en Cali, la ciudad donde nací, se las comen como postre, acompañadas de queso cuajada y manjar blanco. Pero, vamos a ver, si tu regalo estrella de cada 24 de diciembre es un frasco de brevas, tu opinión sobre este fruto exótico, rico en fibra y con un alto porcentaje de calorías, no va a ser la mejor. Menos si los chicos de la familia que están cerca tuyo, al lado del árbol de Navidad, reciben juguetes por montones. En esos momentos, hasta unos aburridos calcetines habrían sido mejor que las verdes brevas. 

Olvidaba contar que, para aumentar el dramatismo de la escena, las brevas estaban envueltas en papel de regalo. Y entonces, frente a la masa de tíos y tías, primos y primas de mis primos, abuelos y adultos cercanos a la familia –de esos expertos en bailar cumbias y canciones tropicales legendarias–, tenía yo que abrir mi regalo y luego sacar una sonrisa digna de político en campaña. A mi madre, una buena mujer que siempre me enseñó que todos los regalos tenían su gracia y su importancia, la escena le parecía de lo más normal. Claro, a ella esta fiestas tampoco le parecían la gran cosa. La magia de la Navidad se echó a perder en casa la mañana en que me explicó, con su pragmatismo y exactitud de médica patóloga: «mijo, el Niño Dios, soy yo». De hecho, me daba los regalos antes del 24 de diciembre. “Aquí está tu Niño Dios”, decía a principios del último mes del año. Y yo era aún un pequeño engendro caleño en crecimiento que no quería creerle. Eso sí, los regalos de mamá solían ser buenos, recuerdo aún unos robots gigantes que me regaló cuando la serie Mazinger Z estaba en pleno furor.

Con el paso de los años mi regalo de diciembre llegaba más temprano, una vez mamá me lo dio en Mayo: “Aquí está tu Niño Dios”. Y claro, para diciembre, vendrían, frente al árbol y las caras cada vez más envejecidas de los miembros de la familia, las infaltables brevas, regalo que me daba una de las abuelas, la abuela de mis primos, la ‘Pitita’, a quien era imposible no querer. Dejé de ir a la noche de Navidad. Me quedaba en casa viendo películas en VHS, películas de esas difíciles, de copias piratas, alquiladas en La Ventana Indiscreta. Las brevas a veces me llegaban a domicilio (una vez me mandaron de regalo una estatuilla en plástico del Divino Niño). Hoy es 24 de diciembre, estoy aquí en Bogotá, pasaré la noche con mi esposa, mi suegra y a la espera de darle los regalos a mi hija Antonia. Brevas, ni hablar. Aunque a veces extraño, quizás por la nostalgia típica de estas fechas, esas noches de terror frente al árbol, esperando el superfrasco con sus verdes y pegajosas brevas en almíbar. Retratos de familia, supongo. Una familia, que, como todas, empieza a llenarse de ausencias.

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