Aprincipios de septiembre de 2011 tuve la fortuna de entrevistar a ese grandísimo actor colombiano llamado Andrés Parra, un hombre sencillo, sensato y amante de la música de Juan Gabriel. No es el galán de turno; no sale en la pantalla por su cara bonita, lo contratan por su talento y por esa cosa extraña que irradia cuando está en el set o en las tablas.
En fin, ahora, poco antes del estreno de la serie Escobar, el patrón del mal, de Canal Caracol, en el que interpreta al capo colombiano por excelencia, quiero recordar este artículo en el que repasamos algunos momentos de su vida. El texto fue publicado en la edición de septiembre de 2011 de la revista GENTE (publicación de la que fui jefe de redacción hasta enero de 2012; antes de que entrara en su nueva etapa). Ah, casi lo olvido, antes de este texto, en GENTE habíamos hecho un especial de personajes de terror, un género que le fascina a Parra, y nuestra primera experiencia con él –a finales de mayo de 2010– estuvo pasada por sangre –sangre de mentiras; la productora de la revista la fabricó siguiendo una receta de Internet– y sudor. Él se puso la máscara de Jason Voorhees –la compré por Amazon–, el asesino de Friday, The 13th. Aquí queda testimonio de esa sesión; y bueno, después de eso, pueden leer el artículo del que les hablaba al inicio. Parra, un crack. [Casi un año después, cuando yo estaba al mando de la revista Esquire Colombia y Parra interpretaba de manera arrolladora a Pablo Escobar en El Patrón del mal, pude entrevistarlo de nuevo, de hecho, fue nuestro personaje de portada de la Esquire de octubre de 2012, aquí pueden leer el texto].

Abajo, Andrés Parra, pensativo, buscando inspiración para interpretar al malvadísimo Jason (detrás de cámaras).

Y aquí el artículo publicado en la revista GENTE en su edición de septiembre de 2011.

Por Francisco J. Escobar S. / @patxito
Son las 7:30 de la noche de un jueves de principios de septiembe. Falta media hora para que el actor Andrés Parra (Cali, 1977) salga a escena y se transforme en Katurian, el oscuro escritor que protagoniza la obra Pillowman: el hombre almohada, a quien le gusta matar niñitos en los cuentos. Sus 90 kilos de peso y sus 1,78 metros de estatura recorren de prisa los pasillos de los camerinos del Teatro Nacional La Castella en Bogotá. Sus compañeros de reparto mueven de un lado a otro las cabezas y hacen ruidos extraños con sus bocas, es el ritual de calentamiento, explican, pero parece un momento digno de El planeta de los simios. El actor de La bruja lleva en su mano una paleta de mandarina y dice: “La obra dura más de dos horas y media. Tiene una exigencia vocal tremenda. Si mi voz está mal; no hay Pillowman. El médico me dijo que lo mejor para cuidármela era comerme una paleta antes, durante y después de la función. Me recomendó, también, que al salir del teatro respirara el aire helado de Bogotá. Sus consejos han sido un hit. Y yo que siempre había hecho lo contrario: nada frío, bebidas calientes, bufanda, ¿si ve?, todo en la vida es tan relativo”. Le suena el iPhone, es su nueva novia, Diana –“no es actriz, ya tuve como ocho actrices y eso no funciona, ¿sabe por qué? Porque todos los actores estamos locos”–, quien lo llama para decirle la frase esperada antes de subir a las tablas: “¡Mucha mierda!” (que en el escatológico ambiente teatral quiere decir: “Buena suerte”).
El piloto en el supermercado
Parra se quita la camisa para ponerse la piyama de su personaje (su mirada de ojos claros empieza a tornarse sutilmente malévola). Su blanca panza queda al descubierto; su gordura no lo apena, no quiere ser el flaco de moda: “Soy de buen comer”. Le da un sorbo a una bebida energizante –“necesito tomar algo que tenga sabor, no soporto el agua, me parece un líquido horrible”–, y sigue: “He interpretado este papel muchas veces, pero antes de cada función siento miedo. Creo que está bien. El oficio del actor es como el del tenista, entre más practiques, mejor será tu revés. Yo, entre más lo hago, más libre me siento”. Sin embargo, nunca se lleva la ficción a la cama. “A mi casa llego con un subidón tremendo después de la función. Me duermo hasta entrada la madrugada. Pero mi personaje, llámese Katurian, o Anestesia –su famoso papel en El cartel de los sapos– o Gabriel –del filme La pasión de Gabriel, por el que ganó el Mayahuel de Plata en el Festival de Guadalajara en 2009–, se quedan en el teatro o en el set de grabación. No me creo el cuento de los actores que dicen que el personaje los persigue y terminan comportándose como él. Eso me suena a pura pose intelectual. ¿Cómo se lo explico?”. Busca una analogía que funcione. “Por ejemplo, un piloto de avión, el tipo se baja de su nave y es un ciudadano más, usted no lo ve manejando el carrito del supermercado como si fuera un Airbus, ¿o sí?”.
Un asistente le informa al elenco que la sala está casi llena. Se escucha la voz del primer llamado. El ruido del público se oye levemente en el camerino. Andrés se emociona.“Desde pequeño supe que sería actor. No sabía si haría televisión o cine, o si tendría éxito o no, pero era lo mío. Y hoy estoy aquí… ¡Oiga!, ¿seguimos hablando después?”. Minutos más tarde, en escena, Parra muestra el porqué, como dicen críticos, directores y colegas, es una “bestia de actor”. Pillowman, con su humor retorcido provoca risas y conmoción. La noche termina con ovaciones.
‘Cristal’, Sancho y la prima caleña
Nos volvemos a ver cuatro días después, de nuevo en La Castellana, Andrés, de camiseta roja, blue jeans gastados y tenis (“yo nunca compro ropa”) tiene la tarde para las fotos con GENTE. Hablamos sentados en el escenario; frente a nosotros, la sala vacía. “Le contaba que yo desde pequeño quería ser actor. Nací en Cali por accidente, a los tres días ya estaba de vuelta en Bogotá, crecí en el barrio Santa Margarita. Soy el menor de cuatro hermanos y fui un niño muy solitario. Todo el tiempo, como en las novelas venezolanas –y yo me vi Cristal–, hablaba frente al espejo. Es más, me entrevistaba a mí mismo, quizás imitando a El show de Cristina”. Andrés se acuesta sobre el tablado negro del escenario que le sirve como diván. “Tenía una prima caleña, una hembra, una mamacita; ella venía, me visitaba, jugábamos a la cafetería, a los meseros, a la casita del horror, eso me parecía alucinante. Jugando aprendí a actuar. No sé de dónde vino esta afición porque en mi casa no se hablaba de arte. Mi papá, Horacio, es arquitecto; mi mamá, Nelly, ama de casa”. Estudió en el Gimnasio Campestre y ahí, a los 11 años, interpretó a Sancho Panza en su primera obra teatral. Era apenas un adolescente cuando intentó hacer en cine una versión colombiana de El exorcista; luego trató con Drácula; Parra es un fanático de los filmes de terror, “y también era adicto a Padres e hijos, se lo digo en serio”. Después del colegio, Andrés completó su formación en el Teatro Libre.
Juan Gabriel ‘superstar’
Con el paso de los años su concepción sobre el oficio ha cambiado. “Yo mandé a ‘la porra’ los prejuicios. Decía que no trabajaría en televisión y mire, le debo mucho al Anestesia de El Cartel de los sapos. Hoy sé que hay que untarse de todo, porque esto no es Hollywood, ni Bollywood, ni París. Creía que los actores valían por su escuela y formación, y ahora sé que era una postura ‘chimba’, hay ‘petardos’ muy estudiados que no dejan de ser eso, ‘petardos’. Me importa más el ser humano que hay detrás del actor, me dan asco esos que se creyeron el cuento y van con sus caprichos y sus egos por todas partes. Admiro profundamente los actores guerreros como, por ejemplo, Álvaro Rodríguez (Todos tus muertos). Me parece lo máximo Anthony Hopkins, pero el personaje que más admiro en la vida no es un actor, o bueno, sí lo es. ¿Sabe quién es?”. No. “Pues Juan Gabriel”. ¿El cantante mexicano? “¿Y es que hay otro?”. Supongo que no. “Él es el Michael Jackson de Latinoamérica, el showman por excelencia. Yo veo sus videos y me enloquezco, ¡eso es un artista! Y además es un hombre sencillo. Si fuera al programa Yo me llamo, yo diría ‘yo me llamo Juan Gabriel’. Oiga esto”. Pone en su iPhone la canción Así fue (para más señas: “perdona si te hago llorar / perdona si te hago sufrir / pero es que no está en mis manos…).“¿Oyó? –cambia la voz, usa una entonación graciosa–. Aprovecho esta oportunidad para decirle al señor Juan Gabriel que lo amo”, suelta una carcajada. Parra dice que es neurótico, tímido y desordenado. Su mejor amiga, la psicóloga clínica Lucy Garzón, cuenta que su talón de aquiles son las mujeres y que Andrés es “un genio del levante”. El actor confiesa que no es ni cinéfilo, ni melómano, ni buen lector. “Soy el antiactor, odio ir a teatro, me salgo en la mitad de casi todas las obras; hasta las de mis amigos. Me gustaría ser más culto, pero prefiero meterme a Facebook. Hago deporte, monto en bicicleta, pero si de mi depende, a las tres de la tarde quiero estar en mi casa, en boxers, haciendo lo que más me gusta: perder el tiempo. Soy muy ocioso”. Y un desencantado de la política: “No quiero ni a la izquierda, ni a la derecha, no creo que vaya a votar en las próximas elecciones. Prefiero a una reina de belleza que a un político. Yo hasta cierto momento le creí al expresidente, pero mire todas las cosas que se han destapado, para mí Uribe fue como esa novia que lo vuelve mierda a uno. Me rompió el corazón, me dañó la cabeza. Ya no creo en los políticos. Ha habido demasiada corrupción”.
Además de la temporada de Pillowman, Parra tiene una película por estrenar, la versión cinematográfica de El Cartel, dirigida por Carlos Moreno –llegará a las pantallas en los próximos meses– y por estos días interpreta a un ‘casposo’ policía en el rodaje de San Andresito, de Alessandro Angulo. “Le tengo una chiva” (se ríe). ¿Cuál? “En esta historia actúo con mi hijo Sebastián (10 años), es su primer papel y es la primera vez que trabajamos juntos. Estoy muy orgulloso del man. No sé si querrá seguir este camino, él decidirá. Yo hubiera matado por una oportunidad así cuando era niño… bueno, ¿estamos? Ya no sé qué más decirle”. Estamos. Andrés se despide, se va caminando por el auditorio vacío.
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