Disertaciones inútiles La Playlist Tremendas canciones

Michael Bolton y golpes de cabeza

Somos las canciones del pasado. Somos los recuerdos. Los cassettes que sonaron en los autos de los amigos, las primeras expediciones por la ciudad sintiéndonos adultos. No importaba si el viaje era corto, «Flaco, ¿me acompañás a comprar el pan?». O si no tenía destino claro. «Flaco, mi viejo me prestó el carro, ¿damos una vuelta?». O si el que manejaba te decía: «Flaco, vamos, pero me das para la gasolina» (y en esa época que les narro, finales de los ochenta, principios de los noventa, el precio del combustible, le daba golpes duros a nuestra triste economía colegial). Fueron muchos viajes.

Algunos extraños, a escondidas y a la medianoche. Otros se hicieron solo por el placer de conducir y sentir la velocidad y la libertad –la ventaja de vivir en Cali, una ciudad de clima cálido, era que podías bajar las ventanillas y esperar el golpe fresco del aire en el rostro–. En una de esas expediciones colegiales que no olvido, mi amigo Gabriel iba al volante. Él manejaba desde muy chico, era el ‘Meteoro’ del grupo, del parche, de esa pequeña comunidad de seis integrantes que solo soñaban con ganar el campeonato de fútbol del colegio (nunca lo logramos, pero en grado once fuimos subcampeones. ¡Malditos penalties!) y ‘levantarse’ (conquistar, ligar y más palabras terminadas en «ar») a las chicas más bonitas de la ciudad. Gabriel, hay que decirlo, era el de «mostrar», el Face de nuestro The A Team. Y se enamoraba de manera enfermiza. Amaba y odiaba con fuerza extrema. Recuerdo una tarde que viajamos a Los Ranchos, un lugar ubicado sobre la conocida Carretera al Mar, cercana a Cali.

Algo pasó, no sé muy bien qué. Su chica lo sacó de casillas o lo abandonó ese día. Bastaba una mirada sospechosa o una palabra mal dicha para que Gabriel hiciera su propio drama Shakespeare . Desolado, desesperanzado se fue al bosque de pinos que rodea el local, y empezó a retar la fortaleza de los árboles dándose cabezazos contra los troncos. Y gritaba: «Flaco, dejame aquí… Déjenme aquí». Luego la emprendió con su cabeza contra el parabrisas de su vieja Fiat Mirafiori Panorama. «Déjenme aquí». Aunque llegamos a pensarlo, no podíamos hacerlo porque él era el dueño del auto. El camino de regreso fue un reto al destino. Gabriel aceleraba o desaceleraba dependiendo del ánimo. Todo por una chica. No olvido que ya era de noche cuando emprendimos el regreso. El cielo oscuro. El viento frío. El corazón roto de mi amigo. Y en la radio sonaba una de las canciones de la época, la que hizo famoso a Michael Bolton: How Am I Supposed to Live Without You. Canción que le daba un doble dramatismo a la situación, canción que cuando escucho, de inmediato me regresa a ese auto, a esa noche y a ese momento que hoy parece gracioso, pero aquel día se vivía como un episodio de Hamlet. La cabeza de Gabriel probó su fortaleza. Aún hoy, muchos años después, su cráneo permanece intacto. Y la chica… apenas si es un recuerdo. (Vaya pelos, los de Michael Bolton).

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